“Yo soy la esclava del Señor, hágase en mi según su palabra”.
Estas palabras, las casi únicas que pronunció María en las Escrituras, pusieron en movimiento el proceso de nuestra redención. Estas palabras también abrieron para María una vida que ella nunca pudo haber imaginado y, que ciertamente, tendría que estar bendecida al mismo tiempo con felicitad y con un gran dolor.
María, la madre de Jesús, realizó el primer Viacrucis.
Estas estaciones, con el título de El Viacrucis de María, tiene por objeto llevarnos, a través de sus ojos, a contemplar el sufrimiento de Jesús. Sin embargo, no deja de ser cierto que se hace con una cierta osadía, pretendiendo meterse en la piel de la Santísima Virgen, para intentar expresar lo que debió de sentir y cómo debió de costarle amar en las difíciles singladuras que Dios le pidió que atravesara. El relato, no es más que aproximativo. Si resulta difícil saber lo que piensa, experimenta o sufre otra persona, el misterio se vuelve insondable cuando se trata, nada menos, que de la Inmaculada. Por ello, si éste Vía Crucis, ha servido para conocer más a María, para amarla más y para imitarla mejor, al mismo tiempo que se sufre la Pasión de Jesús, habrá cumplido su cometido. Si no es así, rogamos perdón e indulgencia. Al final de una mañana primaveral de un año, entre el 30 y el 33 de nuestra era, por una calle de Jerusalén (que en los siglos sucesivos llevaría el emblemático nombre de “Vía dolorosa”), avanzaba un pequeño cortejo: un condenado a muerte, escoltado por una patrulla del ejército romano, con dirección a un pequeño promontorio rocoso llamado en arameo Gólgota y en latín Calvario, o sea, “Cráneo”.
Esta era la última etapa de una historia conocida por todos, en cuyo centro destaca la figura de Jesucristo, Dios y hombre verdadero, crucificado y humillado; resucitado y glorioso.